La estación había sido, desde siempre, concentración de puterío y mariconeo, no solo de la ciudad, sino de toda la provincia.
Juan intentaba recordarla como cuando era joven, hacía mucho de aquello. El y sus amigos se animaban a pasar un rato por allí, de vez en cuando. Les gustaba ver “las transacciones comerciales”, como le decían a los tratos de las putas con sus clientes. Había una, la Dolores, que era quien más llamaba la atención de los jóvenes, era una mujerona joven, rondando la veintena con unas piernas largas y hombros anchos, debía de haber empezado muy pronto con la profesión para que con su pocos años estuviera tan suelta. Según su primo Antonio, la Dolores, era una hembra a la que había que trabajar.
No sabía que le había llevado hasta allí, quizá esos recuerdos de juventud, o la necesidad de ver gente, de no sentirse solo, de tener alrededor a multitud de personas. Desde que llegó a la ciudad parecía más joven, y lo que más le sorprendía era que de nuevo había tenido ganas de acostarse con una mujer. Hacía cinco años, desde que murió Concha, su mujer, que no había sentido esa necesidad.
Hacía ya una semana que estaba allí, sus hijos lo habían convencido para que vendiera el piso y se quedara en una de las casitas del asilo, cerca de ellos.
Su nieta, Merceditas, había sido determinante a la hora de irse a la ciudad. Era de las pocas personas que echaba de menos. Los meses de Agosto, todos los veranos, la nieta se iba con los abuelos haciendo las delicias de los dos. Desde que murió Concha no había vuelto y después con los estudios de la nieta y las soledades de Juan, no habían vuelto a verse, solo de vez en cuanto hablaban por teléfono.
Caminando por las dársenas, fijó su atención en una mujer que se encontraba en el patio de la estación, “La Dolores” pensó, la vio de nuevo joven, con su veintena de años, pero mucho más descarada, no podía ser ella, pero sí que era una joven con unos pechos abultados, la minifalda ceñida por encima de las rodillas con una abertura que le llegaba hasta la cadera, las piernas le señalaban y le miraban con descaro. Los nervios se le encogieron en el estómago, el color se le subió a las mejillas y sintió el sudor frió que hacía años le había impedido hablar con “la Dolores”.
Con setenta años, y una erección que le sorprendió, Juan no iba a parecerse al chico tímido que había sido durante muchos años. La mujer lo miraba aún con insistencia, le agradó su forma de sonreírle, como si lo hubiese esperado durante todos estos años, se acercó con decisión le susurró al oído. Dime el precio, y donde vamos.
El color le cambió en un segundo, así como el estómago que se le cayó a los pies tan rápido como su erección cuando le dijeron:
- Abuelo, soy yo, Merceditas.