No busques penas en los lienzos de Botí.
Porque cuando pinta colores tristes
su azul es cálido como un abrazo,
y el verde de las jaras trae el sol de Sierra Morena.
Porque en las fachadas blancas
está el corazón de sus habitantes.
No hay lágrimas en la pintura de Botí.
Pero, si te acercas lo suficiente,
escucharás el piar lastimero
de los gorriones que habitan en ella.
Te humedecerá la cara el salpicar
de sus fuentes y olerás el caldo
que preparan detrás de la esquina.
Entonces, quizá,
sean las tuyas las que aparezcan.
No amargan los bodegones de Botí.
Porque su naturaleza no está muerta.
Tiene el sabor de la fruta fresca,
del vino para la excursión del domingo,
de los recuerdos de aquel viaje a Portugal,
de las risas infantiles
que acumulan los juguetes.
No hay miedo en los paisajes de Botí.
Porque una mano experta
te guiará por Córdoba
con el mismo cariño
que la mirada infantil dibuja a su madre.
No hay luto en los cuadros de Botí.
En su pintura, solo hay vida.
Y esto está sacado de alguna libreta, uno de esos días que me da por pasear por los alrededores de la Mezquita y llevo cámara, cuaderno y un libro decente para verla con los ojos de un guiri.