Acabo de leer este relato. Me ha dejado un nudo en la garganta y... bueno pues no quiero que se me olvide. ¡Que mejor manera que dejarlo por aquí! Así puedo encontrarlo pronto y compartirlo.
Espero que te guste.
ARENA.
La vieja está tumbada despierta escuchando el sonido de la respiración del hombre. Noche tras noche es igual. Ella no consigue dormir porque escucha aquel pito ronco, dolorido. Siempre que el sonido se interrumpe queda tensa, a la espera, mientras los atroces momentos se ciernen sobre su propio pecho casi inmóvil como pesas de hierro. Luego, poco a poco o de repente, el sonido se reanuda. Él no ha dejado de respirar. Sólo se ha despertado durante unos minutos y luego vuelto a dormir.
—¡Gracias a Dios! —susurra ella—. ¡Gracias, Dios mío!
Durante el día también escucha. Mientras está en la cocina siempre tiene una oreja atenta a lo que pasa en la habitación de delante, donde él está leyendo. Escucha que pasa las páginas del periódico y que golpea la cazoleta de la pipa contra el cenicero.
Aquellos sonidos la tranquilizan y respira con más libertad.
Le llama:
—¡Emiel, Emiel, es la hora de tus gotas!
Él vuelve pesadamente a la cocina. Arrastra con torpeza los pies y hay una mirada indecisa en sus ojos inyectados en sangre. La pierna derecha se le ha quedado algo rígida debido al ataque. Ya no tiene la mente demasiado despierta. Siempre lleva la chaqueta con manchas de grasa. Sorbe al comer. El agua le cae barbilla abajo cuando bebe. Muchas veces ella tiene que repetirle las cosas antes de que parezca entender. Pasa mucho tiempo sentado, en otra cosa. Se tumba en el sofá junto a la radio y no oye nada. La música parece inexistente. Los actores, los aficionados, los que dan las noticias, y las orquestas sinfónicas; todo es inexistente para sus oídos. Piensa en su enfermedad. Su cara ya es como la cara de un muerto, gris e inexpresiva.
—¡Emiel, Emiel! —le llama ella.
Él se alza lentamente del sofá o la butaca y mira distraídamente a su alrededor. Suspira o gruñe. Ella le trae el vaso de agua teñida de color rosa con las cinco gotas. Él lo agarra sin decir nada y lo vacía. Un hilillo color rosa le resbala por la barbilla, donde hay un inicio de barba gris, y le mancha la chaqueta. Ella se le acerca. Frunce los labios. Emite un leve sonido. Le toca la barbilla con la punta del pañuelo. Le cepilla la mancha húmeda de la chaqueta. Le da unos golpecitos cariñosos en la bóveda color rosa y plata de la cabeza o pasa unos trémulos dedos por su floja papada sin afeitar.
—¡Emiel! —murmura tristemente.
Él se vuelve a hundir en el sofá y ella le arropa con la manta india. Es una manta roja y negra de los navajos que compraron casi cincuenta años atrás durante su viaje de novios a la Costa Oeste. Ella se acuerda del miedo que le daban, o hacía ver que le daban, los indios de aspecto feroz reunidos en torno al andén de la estación; de cómo soltó unos grititos de placer ante el brazalete de turquesas y luego de terror cuando unas mujeres indias que gesticulaban y gruñían formaban un círculo a su alrededor, acercándole con aspecto avaricioso cosas a la cara. Se acuerda de cómo la rodeó el brazo de Emiel y de cómo sus dedos le apretaban espasmódicamente el costado hasta que ella casi se desmayó. Consiguió volver al tren con dificultad.
La radio sigue. Un candidato a las elecciones suelta un discurso. La voz resuena dramáticamente. Declara que los asuntos de la nación están en crisis. Se encuentran en juego opciones vitales. Pero allí, en el acogedor interior de su cuarto de estar, ninguno de los dos escucha las palabras del estadista. Los envuelve la noche. Cuadrados negros de esa noche se aprietan contra las cortinas de la ventana. Están solos. Están sentados muy juntos. Sólo están ellos dos en el interior iluminado por la lámpara. Tienen aspecto de posar para una fotografía. Dentro de un momento la cámara hará click y el que hace la foto dirá:
—Muy bien.
Y los dos sonreirán y volverán a moverse.
Pero ahora están a la espera.
A las diez y media ella le ayuda a levantarse de la butaca o el sofá y van al dormitorio. Él se dobla para quitarse las zapatillas.
—No, Emiel, déjame a mí —susurra ella.
Las manos de ella son asombrosamente rápidas y ligeras, pero tienen un aspecto feo; las venas se le anudan como gusanos debajo de la piel de un rojo violáceo.
—¡Ya está, viejo gruñón! —susurra ella.
Sus ojos le lanzan una mirada de broma desde debajo de la maraña de despeinado pelo gris y él vislumbra en ellos algo de un brillo efímero que es el fantasma de su juventud surgiendo con una rapidez tímida, furtiva, como si ese brillo fuera consciente, y se abochornase de ello, de su propia incongruencia, y luego revolotea fugazmente, como el trino de un pájaro que descansa momentáneamente en una rama helada, lanza una sola mirada de sobresalto a aquellos tiempos brillantes, glacialmente inhóspitos que los rodean, y luego regresa instantáneamente a esa sombría pero segura dimensión de la que ha surgido milagrosamente durante aquel único momento.
Mientras él se desviste ella va a la cocina y le prepara una taza de leche caliente.
—¡Emiel, Emiel! —llama.
Él va arrastrándose pesadamente a la cocina. Las zapatillas de fieltro susurran tristemente en el linóleo de cuadros blancos y negros. Las tablas desajustadas crujen. Emiten pequeños quejidos poco entusiastas debajo del tambaleante peso del viejo. Éste mira con fijeza inquisitiva durante unos momentos la nevera y la cocina de gas como si le estuvieran haciendo una pregunta que él no hubiera entendido del todo.
—Emiel, tu leche —dice ella.
Él no parece que vea. Ella se la alza hasta los labios. Él sorbe lentamente. Gruñe. El paño de cocina de ella casi no resulta lo bastante rápido para atrapar el hilillo blanco.
—Emiel —murmura ella tristemente.
Emiel ya nunca tiene la mente despejada del todo. Ella se pregunta si de hecho es consciente de lo que está haciendo. ¿Sabe lo que le dice ella? Habla mucho. Aquellos días el silencio parece pesar. Ya no es una cosa natural como solía serlo antes de que él sufriera el ataque. Ahora el silencio espera y espera, es un miedo constante.
Cuando la luz se va ella empieza a pensar de nuevo. Las ideas le invaden implacablemente la cabeza y murmura en voz alta. A veces se trata otra vez de la orilla del mar y él está tumbado junto a ella en la arena caliente. Los brillantes granos se le deslizan por la palma de la mano y le hacen cosquillas en los brazos y las piernas al aire. Este recuerdo tiene una vida extraordinaria. Es el más vívido de todos. Oye el sonido de las olas que llegan y cierra los ojos lentamente ante el brillo del sol. Los colores de un prisma destellan entre sus pestañas entrecerradas. Oye la voz de él, lenta y acariciadora como los granos de la cosquilleante arena. Rose. Rose, Rose. Rose. Está intentando que ella sonría. Pero ella no sonreirá. Mantiene los labios tensos, apretados. La arena se desliza haciéndole cosquillas; poco a poco. Luego más deprisa. Luego más despacio. Está caliente, muy caliente en su piel al aire. A pesar de sí misma los labios se le empiezan a curvar por las comisuras. Se ríe en voz alta. La tierra se alza y oscila debajo de ella. El cuerpo le crece. Es inmenso. El momento es intemporal. Forma un arco perfecto en el espacio. Susurra el nombre de él. Luego contiene el aliento. Sí. Todavía está al lado de ella. Pero la arena caliente ya no se le desliza por la palma de la mano. El sol brillante ha desaparecido. Está oscuro. Ella se da la vuelta poco a poco en la cama, con los ojos cerrados. Si extiende los dedos puede tocar la sábana que le tapa a él. Sí. Le oye respirar. Todavía respira. El áspero sonido como de arrastre sigue cansinamente. Un objeto cansado, pesado, que se arrastra dolorosamente hacia adelante. Empuja y tira de sí mismo con desesperación hasta un poco más allá. ¿Cuándo se detendrá? Ella se estremece. No, no puede ser. Nunca. A ella no le puede pasar una cosa así...
Y entonces un día oye que algo cae pesadamente. Suelta el cucharón de sopa. Se queda inmóvil junto al fogón. Hay muchas cosas que le aseguran que no ha pasado nada. El tictac desenfadado del reloj esmaltado de blanco. El murmullo gutural de las zanahorias que cuecen. El zumbido de una mosca de verano tempranera con las alas azules contra las brillantes persianas de cobre. Y los rayos del sol en las hojas de los geranios. Obliga a que sus dedos vuelvan a levantar el cucharón de sopa. Lo agarra rígidamente como una arma; sus ojos miran fijamente sin ver. Dentro de un momento oirá el lento pasar de las páginas del periódico o el sonido de la cazoleta de la pipa contra el cenicero de cristal. Espera eso. Sigue sin haber nada. Algo se congela en su interior. Crece y se pone duro como una piedra. Vacila hacia adelante. Es inútil esperar. Deja el chorreante cucharón sobre el mantel de la mesa y se dirige directamente hacia la puerta del cuarto de estar y la abre, empujándola...
—¡Emiel! —susurra. No tiene el suficiente aliento para decir más que eso.
Él está quieto junto a la redonda mesa de roble. No se trataba de él, sólo fue un pesado libro lo que cayó al suelo.
—Lo estaba mirando. Se cayó —explica él.
Es un álbum con postales de sitios que han visitado juntos en vacaciones durante sus días más jóvenes. Hay fotos de las cataratas del Niágara, del parque de Yellowstone, y de Canadá, Florida y las montañas Rocosas. Lo iniciaron hace casi cincuenta años cuando hicieron el viaje de novios a la Costa Oeste. Desde entonces han ido añadiendo postales con constancia, casi todos los veranos que pudieron salir de la ciudad, y ahora es un libro enorme lleno de fotos.
Emiel se dobla poco a poco para recogerlo.
—No, no —exclama ella—, déjame a mí.
Va disparada hacia donde está caído el álbum. Algunas de las postales se han salido. Sus dedos rojos las recogen rápidamente de la alfombra. Levanta el álbum trabajosamente y lo vuelve a colocar encima de la mesa. Se encaran uno con el otro. Él le devuelve la mirada inexpresivo. Le cae saliva por las comisuras de los labios. Los tiene temblorosos. ¡Qué húmedos tiene los ojos!
—¡Emiel, ay, Emiel!
Le rodea apasionadamente con los brazos. Se lo acerca a su marchito pecho. En aquel abrazo debe mantenerlo junto a ella para siempre. El tiempo no se lo arrebatará. Deja que lo demás se deslice como arena. ¡Conservará aquello!
—¡Emiel! —habla, dominante. Le demostrará que ella todavía tiene fuerza suficiente para los dos.
Pero él no quiere mirarle a los ojos que le tratan de transmitir aquella fuerza. Se da la vuelta evasivo alejándose de ella con aquel arrastrarse suyo. Y la propia firmeza de ella se resquebraja. Cede por completo y, mientras él cruza la habitación, ella se le acerca insegura para volver a tratar de agarrarle por la manga, pero ya no dominante, haciendo una falsa demostración de fuerza, sino simplemente suplicando estérilmente algo que compartir.
—¿Qué pasa, Emiel? ¡Deja que yo lo sepa!
Ella le ha seguido al rincón. Él no intenta darse la vuelta y escapar. Se limita a estar allí evitando mirarla, hasta que el leve toque de ella abandona su manga, y entonces murmura:
—Sólo estaba pensando. Eso es todo.
Él
Hace 2 horas