Lo había decidido: A las doce en punto se quitaría la vida. Primero escribiría una carta, una aclaración, una reprimenda al mundo, un epílogo a su vida que imaginó como el manual perfecto para los futuros suicidas. Después se asearía y así, impoluto, desaparecería del mundo atiborrado de pastillas. Las tomaría dos minutos antes de las doce, el tiempo justo para que, dormido en cama, lo encontraran y pudieran certificar la hora de su salida del mundo.
Cogió un folio en blanco y se sentó en la mesa para comenzar su epístola. Buscó el bolígrafo que le regalaron la navidad pasada y aún no había estrenado. Lo dejaría junto el folio con sus últimas palabras. Pero el bolígrafo no escribía. Después de intentar varias veces emborronar el papel solo consiguió mancharse los dedos. Buscó otro bolígrafo en su cartera pero había prestado los dos últimos y en casa no logró encontrar ni si quiera un BIC. ¡La pluma! Pensó. En algún cajón de su mesilla había una pluma. No la había usado desde hacía años. Comenzó la carta, no estaba acostumbrado y manchaba el papel una y otra vez, además se emociono y una lágrima al caer dejo perdido el medio folio que llevaba escrito. Esto no puede ser verdad, se dijo. Cuando comprobó como había quedado su misiva se enfadó. La arrugó y la rajó en mil pedazos. ¿Y el ordenador? No le gustaba. ¿Como iba uno a suicidarse dejando una carta en un ordenador? Pero recordó la máquina de escribir. La bajó del armario y después de desempolvarla le colocó papel. Aún conservaba unas buenas pulsaciones y, aunque no miraba el escrito, no le costó comenzar de nuevo. Una falta, dos, tres... ¡No podía ser! Aun tenía que hacer varias cosas antes de las doce y ni quiera había terminado una carta que había pensado varias veces. Colocó otro papel, después destruir el anterior y volvió a empezar. Fue entonces cuando se dio cuenta que la tecla de las tildes no funcionaba. Que por mucho que insistiese no marcaba ni un acento. Se desesperó, tendría que limpiar el piso después de los últimos fracasos. Todos los folios, cuarteados en mil papelitos se desperdigaban por el salón. ¡Ni siquiera se había afeitado! Además la tinta de la pluma también le había manchado la camisa, parte del pantalón. Se acercaba la hora de su muerte y seguía acumulando fracasos. Miró el reloj. Casi las doce. Fue al baño. Buscó las pastillas. Al menos los últimos minutos estaría tranquilo. Cuando abrió la caja se sorprendió. Ninguna. ¿Como era posible? Él se había pasado noches de insomnio guardándolas, esperando acumularlas para este día. Ahora entendía como su esposa si que dormía a pierna suelta desde hacía semanas.
Las campanas del reloj dieron las doce. Corrió hasta el balcón, tan decidido a saltar que ni siquiera retiró el vidrio para reciclar que había en la terraza. Cuando su cuerpo salía de su casa también su pierna golpeó varias botellas. Ni si quiera se escuchó el grito que lanzaba contra el mundo. Solo algunos vecinos se asomaron cuando escucharon romperse el cristal para ver en el suelo a un borracho que se había caído del balcón.