Durante veinticinco años he llevado una vida ordenada. La familia me controlaba todo lo referente a horarios, comidas, deporte, incluso el humor. Ahora, después de tanto tiempo ya nadie me vigila. Voy a darme un último capricho.
Cogí el autobús y me llegué a mi pueblo. Desde pequeño no había pisado la pastelería de Navarro. Ni siquiera sabía si aún continuaría en la plaza del centro. El pueblo había cambiado mucho desde que yo lo dejé, pero Navarro continuaba igual.
Tenía una entrada estrechita, con un escaparate pequeño en el que seguían manteniendo los caramelos que comía con mis hermanos, La Cafetera. Unos caramelos que se iban deshaciendo en la boca, se pegaban al paladar dejando un gusto de café con leche suave. Recuerdo el disgusto que me llevé al probar por primera vez el café al comprobar que no sabía igual que aquel caramelo. Después se abría la entrada y dejaba al descubierto un gran local con sus sillas de hierro, y mesas de mármol blanco. Al fondo se encontraba el mostrador, ya no era el de madera antiguo con las ventanitas de cristal, ahora era uno grande de aluminio que dejaba ver los pasteles con mas facilidad.
Comencé a pedir, y me dirigí a una de las mesas. Allí tenía frente a mí los pepitos, los dulces de mi infancia, un bollo suizo con azúcar por encima y relleno de una crema amarillenta. Al comerlo a veces la crema se caía por la barbilla y la recogíamos con el dedo chupándolo, sacando la lengua. Los alemanes, esos eran los favoritos de Carlos, un dulce crujiente con mucha nata en el centro, que hacía que terminases con la nariz pringada, dejándonos un olor dulzón y pastoso, solo mamá los comía sin mancharse.
Empecé a notar sueño, un sueño placentero. Había salido temprano y ahora notaba que el cuerpo me iba abandonando. Aún quedaban más dulces en la bandeja y elegí el de café, un ligero corte con el tenedor y se quedó partido mostrando un bizcocho bañado, con capas de crema de café y nata. Una pequeña chocolatina con forma de grano de café lo adornaba, la cogí y empezó a deshacerse en la boca, con un sabor a chocolate negro que al respirar por la nariz me dejaba un gusto amargo muy agradable.
Los ojos empezaron a cerrarse, ahora me costaba trabajo ver los dulces que quedaban, miré el tocinito de cielo. Nunca lo había probado, no me gustaba su textura, blanda, pringosa, pero esta vez estaba decidido. Di un sorbo al café y al intentar dejar la taza en la mesa se cayó. Los brazos se alargaban hacia el suelo, la gente comenzó a llegar alrededor y preguntar.
- ¿Se encuentra bien? Oiga...
No podía responderles. Intencionadamente dejé en la mesita de noche la cadena con mi identidad, mi grupo sanguíneo y un letrero que me había acompañado durante años. Diabético.