Tenía los pies deformes. Unos pies grandes y redondos que aquel tipo disimulaba con pantalones de campana. Quizá fue solo un instante pero pudo verlos. Se dio cuenta y lo miró. Daniel apuró su cerveza y pidió a los amigos que fuesen a otro lugar. No estaban dispuestos. Acababan de pedir otra ronda, la quinta, y no querían a hacer lo mismo con sus tercios. Se dio la vuelta pero notaba en la nuca la mirada del hombre. Cuando se volvía, esperando enfrentarse con su mirada, el deforme estaba ofreciendo un cigarro a una chica, o aplaudiendo el recital de aquel poeta insípido. No quiso aguantar más y se despidió.
En la calle el otoño se había hecho el dueño de la situación. Hojarasca en las calles frías y regueros de agua por el adoquinado de la judería. Hacía más de una hora que habían cerrado todos los restaurantes de los alrededores y ni siquiera los estudiantes borrachos deambulaban por las calles. Solo se escuchaba el viento y sus pisadas. Hasta que encendió un cigarro. Fue entonces cuando descubrió que otros pasos se le acercaban. Unos pasos secos, como un tambor al golpear con la piedra de la acera. Se guardó el mechero en el bolsillo de la chaqueta y aligeró el paso. Ahora el ruido de sus pies se amortiguaban con el de otros. La misma cadencia, el mismo ritmo. Giró en una de las callejas, una que no lo llevaría a su casa, y aminoró el paso. Como si esperase que alguien le agarrase de la solapa en cualquier momento metió la mano en su pantalón y agarró las llaves dejándolas sobresalir por los dedos. Siguió andando. El sonido de los pasos de tambor se perdieron y él volvió a retomar su ruta. Una luz parpadeante le asustó parándolo al encenderse en su camino y fue al continuar cuando volvió a escuchar los pasos pero esta vez era él quien los seguía. Cuando paraba el sonido paraba con él, como si lo esperase en la siguiente calle. Si aligeraba y se adelantaba unos metros el sonido crujía en la acera al mismo compás y si paraba, lo esperaba en el siguiente recoveco.
Cuando salió de las calles empedradas se sintió mejor. El frío de la avenida le refrescó el rostro. En la mano aún mantenía las llaves y se dio cuenta que se había hecho daño al agarrarlas fuertemente. No escucho ningún rumor mientras caminaba por el parque de camino a casa. Y solo, cuando subía las escaleras llegando al segundo piso y escuchó cerrarse la puerta del portal, el sonido del tambor golpeando el suelo entró de nuevo en su cabeza.
En dos saltos se puso frente a la puerta del piso y abrió, los mismo que dieron los pasos que parecían quedarse en el rellano de la planta de abajo. Ni un ruido más. Su piso era un remanso de tranquilidad y no le costó convencerse de que las cervezas a veces le jugaban una mala pasada. Se durmió pronto. Con las manos en el cabecero de la cama y los pies pegados al piecero. En sus pesadillas, esa noche, volvió a ver los pies de aquel tipo. Aquellos pies deformes. Mientras él corría por la judería.
Nadie se explicó como al dia siguiente Daniel amanecío muerto en su cama, como si una manada de elefantes lo hubiesen aplastado mientras dormía.