La niebla se hacía pesada en la parada del autobús. Cobijados en la marquesina esperábamos somnolientos a Robles, el conductor que diariamente nos llevaba al instituto. Cuando veíamos las luces del Irizar abriendo la noche, el nerviosismo se hacía patente. Los monederos abriéndose buscando la tarjeta de transporte, algún despistado ocasiona juntando monedas para el pasaje, las miradas a un lado y otro identificando la posición de subida.
Cuando el autobús frenó en la parada nos fue engullendo como un gigante hambriento, pero una vez dentro nos cobijaba en sus asientos como una madre amorosa. Dentro, cada uno daba rienda suelta a su gustos para comenzar el dí. Algunos volvían a dormir tan plácidamente como si solo hubiesen girado en la cama que abandonaron hacía unos minutos, otros charlaban del tiempo, del partido del día anterior, los nuevos miraban por la ventana descubriendo un paisaje que para otros era monótono y sin secretos, otros, yo por ejemplo, copiaba los deberes de algún compañero.
Comenzaba un nuevo curso y allí, en la república Irizar se gestaban revoluciones, viajes o travesuras. El autobús era a el lugar ideal para alimentar los sueños que deberían empezar día a día.