No le fue difícil predecir su muerte.
Lo difícil fue mantenerse callado al escuchar los aplausos cuando cerraron el ataúd.
A veces algo de lo que pasa por la vida se filtra en este blog. Otras veces es la fantasía la que se da una vuelta. El formato corto predomina pero siempre hay excepciones.
No le fue difícil predecir su muerte.
Lo difícil fue mantenerse callado al escuchar los aplausos cuando cerraron el ataúd.
Le gustan las berenjenas en vinagre, los caracoles en cualquier época del año. La gente, la gente le encanta. Y el olor a azahar, meter la mano en la tierra, ver crecer sus macetas, los patios y la luz de la tarde. Brindar la despedida del Sol y pintarle los ojos a la Luna cuando va a salir.
Se entusiasma cuando el móvil le recuerda a alguien que quiere. Disfruta encendiendo la chimenea y nadando. Se le saltan las lágrimas cuando "sus niños" le preguntan, y adora que la llamen para darle un beso en mitad de la calle. Pasear entre los árboles, las callejuelas. Las canciones de Ana Belén y también las de Extremoduro.
A ella le gusta todo eso, a mi, lo que mas me gusta, es ella.
Tu último beso no me llegó.
Lo mandaste mientras conducías
y pisabas el acelerador.
Hacía frío y tenías las ventanillas subidas.
Te llevaste dos dedos a la boca
y lo enviaste al retrovisor.
Tú último beso se quedó en el coche
y voló rozando el techo
con la calefacción tan alta.
Buscó acomodo, como un niño,
en el asiento de atrás.
Mientras yo seguía esperándolo
en la parada del autobús.
Tu último beso se escapó
cuando llegaste a destino.
Las puertas del coche abiertas
lo liberaron.
Y acaba de llegar a casa, tantos meses después
a mis labios.
La vecina lo ha acompañado hasta la puerta y le ha deseado suerte. Vuelve de dejar al pequeño en el colegio y una vez dentro de casa no tiene que seguir sonriendo. Se dirige a un rincón de la habitación. Es donde lloró por última vez y los ojos acuosos le piden la querencia. Apaga las luces, baja la persiana y se cubre con una manta que hay en un montón de ropa. Siempre hay mucha ropa en ese rincón. Y es entonces cuando sueña que sigue en Babia, que aún vive allí. Que no fue desalojado a la carrera como un okupa. Por que en Babia aún hay futuro y es prometedor. No como el presente que tiene delante. En Babia no hay preocupaciones, ni pagos de hipotecas, ni cuentas bancarias en rojo.
Pero en Babia también suena el móvil y los ZZTop lo traen recuerdos de un hospital muy presente y la manta empieza a sobrar encima de él. Entonces vuelve a mirar ese rincón de casa que acumula mas pelusas de lo normal. Y durante un minuto piensa que pueden ser sus sueños, pero ya vive en el hoy y barre las pelusas-sueños que tira a la basura con alguna lágrima que no se permite que corra por su mejilla.
Lo peor no es sentirlo. Es no poder decirlo, no poder gritar.
Durante dos semanas había ido a todos sitios con el paraguas grande. Ese que le tapaba la cara, casi medio cuerpo, pero no podía ocultar toda la vergüenza que sentía. El tiempo le había acompañado en sus salidas imprescindibles, llovió torrencialmente, y cuando no lo hacía, era un sirimiri que mojaba tanto como el aguacero. Durante esos días creyó que la lluvia la provocaba él. Su ansia por permanecer oculto bajo aquel paraguas que no había utilizado en años. Caminaba por el barrio con paso rápido, cabeza gacha, sin mirar a ningún vecino.
Quería pensar que era como aquella vez, de niño, en la que su madre le dijo que colgaría las sábanas mojadas en el balcón para que todos supiesen que aún con doce años había meado la cama. Su madre no llegó a hacerlo, el secreto quedó entre ellos, ni siquiera el padre llegó a saberlo nunca.
Pero esta vez había mas implicados. Ella se había encargado de hacerlo tan difícil con su suicidio que los vecinos se enteraron de primera mano con la llegada de la ambulancia a la puerta de casa, casi unos minutos mas tarde de que él la encontrara. No sabía de porques pero cuando vio aquella nota con cantidades que desconocía, empezó a entender.
Aquel día aprendió que las manchas de sangre salen con agua oxigenada. Una gran lección que se sumó a aquel master class que empezaría a ser su vida en los siguientes meses. Una de esas que, como decían los maestros antiguos, la aprendería con sangre aunque no fuese la suya. Lo que mas le dolió no fue todo aquel torrente de sentimientos que le fueron empapando como la bendita lluvia, lo peor que llevaba era no poder gritar. Hacía tiempo que había perdido la voz y tuvo que pasar un curso completo para recordar a hacerlo.