Lo peor no es sentirlo. Es no poder decirlo, no poder gritar.
Durante dos semanas había ido a todos sitios con el paraguas grande. Ese que le tapaba la cara, casi medio cuerpo, pero no podía ocultar toda la vergüenza que sentía. El tiempo le había acompañado en sus salidas imprescindibles, llovió torrencialmente, y cuando no lo hacía, era un sirimiri que mojaba tanto como el aguacero. Durante esos días creyó que la lluvia la provocaba él. Su ansia por permanecer oculto bajo aquel paraguas que no había utilizado en años. Caminaba por el barrio con paso rápido, cabeza gacha, sin mirar a ningún vecino.
Quería pensar que era como aquella vez, de niño, en la que su madre le dijo que colgaría las sábanas mojadas en el balcón para que todos supiesen que aún con doce años había meado la cama. Su madre no llegó a hacerlo, el secreto quedó entre ellos, ni siquiera el padre llegó a saberlo nunca.
Pero esta vez había mas implicados. Ella se había encargado de hacerlo tan difícil con su suicidio que los vecinos se enteraron de primera mano con la llegada de la ambulancia a la puerta de casa, casi unos minutos mas tarde de que él la encontrara. No sabía de porques pero cuando vio aquella nota con cantidades que desconocía, empezó a entender.
Aquel día aprendió que las manchas de sangre salen con agua oxigenada. Una gran lección que se sumó a aquel master class que empezaría a ser su vida en los siguientes meses. Una de esas que, como decían los maestros antiguos, la aprendería con sangre aunque no fuese la suya. Lo que mas le dolió no fue todo aquel torrente de sentimientos que le fueron empapando como la bendita lluvia, lo peor que llevaba era no poder gritar. Hacía tiempo que había perdido la voz y tuvo que pasar un curso completo para recordar a hacerlo.
que bello que escribes abrazos desde Miami
ResponderEliminarMe pilla lejos el abrazo pero se agradece el cumplido.
Eliminar