26/8/09

Instrucciones



Para una que trae instrucciones...

vienen en inglés.

24/8/09

Tu mirada

Si te echo en falta en estos días es por tu mirada.
Nada consigue congelar el colchón tan rápido.

21/8/09

La pastelería

Durante veinticinco años he llevado una vida ordenada. La familia me controlaba todo lo referente a horarios, comidas, deporte, incluso el humor. Ahora, después de tanto tiempo ya nadie me vigila. Voy a darme un último capricho.
Cogí el autobús y me llegué a mi pueblo. Desde pequeño no había pisado la pastelería de Navarro. Ni siquiera sabía si aún continuaría en la plaza del centro. El pueblo había cambiado mucho desde que yo lo dejé, pero Navarro continuaba igual.
Tenía una entrada estrechita, con un escaparate pequeño en el que seguían manteniendo los caramelos que comía con mis hermanos, La Cafetera. Unos caramelos que se iban deshaciendo en la boca, se pegaban al paladar dejando un gusto de café con leche suave. Recuerdo el disgusto que me llevé al probar por primera vez el café al comprobar que no sabía igual que aquel caramelo. Después se abría la entrada y dejaba al descubierto un gran local con sus sillas de hierro, y mesas de mármol blanco. Al fondo se encontraba el mostrador, ya no era el de madera antiguo con las ventanitas de cristal, ahora era uno grande de aluminio que dejaba ver los pasteles con mas facilidad.
Comencé a pedir, y me dirigí a una de las mesas. Allí tenía frente a mí los pepitos, los dulces de mi infancia, un bollo suizo con azúcar por encima y relleno de una crema amarillenta. Al comerlo a veces la crema se caía por la barbilla y la recogíamos con el dedo chupándolo, sacando la lengua. Los alemanes, esos eran los favoritos de Carlos, un dulce crujiente con mucha nata en el centro, que hacía que terminases con la nariz pringada, dejándonos un olor dulzón y pastoso, solo mamá los comía sin mancharse.
Empecé a notar sueño, un sueño placentero. Había salido temprano y ahora notaba que el cuerpo me iba abandonando. Aún quedaban más dulces en la bandeja y elegí el de café, un ligero corte con el tenedor y se quedó partido mostrando un bizcocho bañado, con capas de crema de café y nata. Una pequeña chocolatina con forma de grano de café lo adornaba, la cogí y empezó a deshacerse en la boca, con un sabor a chocolate negro que al respirar por la nariz me dejaba un gusto amargo muy agradable.
Los ojos empezaron a cerrarse, ahora me costaba trabajo ver los dulces que quedaban, miré el tocinito de cielo. Nunca lo había probado, no me gustaba su textura, blanda, pringosa, pero esta vez estaba decidido. Di un sorbo al café y al intentar dejar la taza en la mesa se cayó. Los brazos se alargaban hacia el suelo, la gente comenzó a llegar alrededor y preguntar.
- ¿Se encuentra bien? Oiga...
No podía responderles. Intencionadamente dejé en la mesita de noche la cadena con mi identidad, mi grupo sanguíneo y un letrero que me había acompañado durante años. Diabético.

Juanito

Durante varias horas estuve esperando. Pude ver como se afanaban los camareros, como los clientes salían y entraban del bar. Había pasado la hora de la salida del trabajo, y después de un tiempo la barra quedó sola. Unas personas se arremolineaban cerca y también comenzaron a desaparecer.
El camarero me miró, se acercó y me preguntó si quería algo más, le pedí otra copa. Después de servírmela fue al trastero y empezó a barrer el local.
Juan no llegaba, la primera vez que lo vi estaba frente a una de las fotografías que colgaban encima de la estantería.
- Esa es mi madre, es guapa ¿verdad?- decía.
Era lo único que se le entendía. Según el camarero se había bebido el solo medio barril de Cruzcampo. La barra de madera había adquirido su forma de los brazos. Me ofrecí a acompañarlo a casa, pero rehusó. Me quedé con él tomando otra cerveza y empezó a contarme la historia de su madre. Su padre, celoso de todos los hombres del bar, solía sentarse donde se encontraba Juan, vigilando la clientela, vigilando a su esposa. Ahora era él quien le guardaba el sitio y el recuerdo.
Ya no volvería a hacerlo.

18/8/09

El otro lado.

Se gira en la cama y la ve. Su brazo se alarga, no la encuentra y cae en el colchón. Solo su sueño la sitúa ahí. Cierra los ojos y entonces se acerca a ella. Puede notar como su calor se suma al de la noche. Su mano izquierda dibuja su silueta. Sus caderas, descendiendo hasta su cintura para subir un pecho. El pulgar roza un pezón mientras cuatro dedos se pierden por un valle. Continúan hasta el nacimiento del cuello. Se acerca más a ella y su nariz cosquillea con su pelo alborotado. Roza su barbilla mientras la avanzadilla del índice busca su boca. Una boca entreabierta que mordisquea la yema del dedo que se atreve a cruzar sus labios. Sus manos vuelven el camino. Su barbilla, el contorno de un cuello largo. Sus dedos recorren un canal flanqueado por sus pechos y buscan nerviosos de nuevo su cadera. Cuando empieza a perderse por sus muslos la tensión le hace abrir los ojos para encontrar un lado vacio en su cama, no es el cuerpo perfecto que añoraba con quince años, es el cuerpo de ella, con el que sueña todas las noches, todas las horas del día.

Convicciones

Es hora de proclamar que las convicciones suelen tener orígenes dudosos y propósitos absurdos, y que por ellas se malgastan muchos esfuerzos y se inflingen crueles sufrimientos a personas inocentes. Por eso es bueno, periódicamente, probar a sostener lo contrario de lo que uno cree y comprobar que tambien puede persuadir, incluso más que la propia creencia. Luego puede volverse al punto de partida, porque lo importante no es estar en lo cierto, sino estar a gusto. Del mismo modo, si la convicción opuesta a la convicción propia, aunque no resulte más persuasiva, se muestra más confortable, no hay otra solución sensata que cambiar. Amargarse por lealtad a una casualidad es un signo de inmadurez.

La flaqueza del bolchevique. Lorenzo Silva.