Me enamoré de ella en Granada. ¡A primera vista! Era sensual, con un aire descuidado sin ser consciente de ser el centro de todas las miradas. O al menos de la mía que no podía quitarle el ojo de encima.
A Granada no hay que ir acompañado, pero eso aún no lo sabía y mi grupo tiró de mí dejándola en aquella sala con su aire ausente. Aún era lo suficientemente estúpido como para ruborizarme cuando me comentaron que me la iba a comer con los ojos y no reconocer que me había enamorado. Tan imbécil como para negarlo y abandonar el lugar y Granada con una sonrisa fingida. Negarla como San Pedro me dolió.
Tardé quince años en volver a Granada. Iba solo. Y otra mujer me esperaba. Pero aún faltaban varias horas para vernos y mis pasos me llevaron al lugar donde la vi por primera y única vez. Sabía que era imposible que sintiese aquella turbación después de tanto tiempo. Ni si quiera sabía si se encontraría allí pero comencé a aligerar, no me di cuenta de que casi corría hasta que un tipo me miró mal.
¡Y estaba allí! Hermosa, misteriosa, sensual, igual que como Acosta la pintó en 1939.
Qué bien has descrito esas sensaciones.
ResponderEliminarQué bella historia de amor... al arte, literalmente.
ResponderEliminarA Granada siempre hay que ir, solo o acompañado, pero hay que ir :)
Dante vio como Beatrice cruzaba el puente. La visión quedó pintada para siempre en el Paraíso de su pensamiento.
ResponderEliminarSalud.
El arte traspasa cualquier distancia, geográfica o temporal, y nos llega cuando debe hacerlo.
ResponderEliminarSaludos,
J.