8/9/17

El salto de Dios.

(El relato es de Miquel Silvestre y lo encontré la primera vez en su libro "La dinamo estrellada". Un pedazo de libro. Hace unos años lo copié para ponerlo de ejemplo, no recuerdo de qué, en un taller de escritura. Lo he recuperado hoy y cae en el blog. ¡Está genial! Espero que lo disfrutes.)

Lo peor de perder el tiempo no es el hecho en sí de perderlo; total, por mucho que digan que es oro, se trata de un patrimonio que, por valioso que sea y por mucho que uno trate de aprovecharlo, se gasta ineludiblemente y nunca se sabe hasta dónde va a alcanzar.
Así las cosas, en realidad, no vale la pena economizarlo porque igual te mueres mañana y todo acaba importándote un carajo.
Sin duda, lo peor de perder el tiempo es esa mala conciencia que deja. Siempre la maldita mala conciencia de no estar haciendo lo que se supone que debes.
La mala conciencia, el sentimiento de culpabilidad, el peso de la ansiedad del urbanícola occidental, ese animal contrito por todo, por malgastar el agua que los pobres del mundo no beberán, por contaminar el aire con su motor turbodiesel, por colaborar con la explotación de los parias comprando en Ikea, por hacerse pajas siendo adolescente, por seguir haciéndoselas siendo adulto.
Por perder el tiempo... por perder el tiempo.
Yo también soy así; vivo atenazado por los remordimientos, ese lastre cristiano que martiriza, ahoga y castra, como diría un posmoderno. Sólo que a mí me gusta.
Perder el tiempo, digo. No la sensación de remordimiento constante.
Aquel día de finales de agosto me encontraba perdiéndolo de la forma que más remordimientos puede dejar: mirando la televisión.
Lo cual me demuestra otra vez cuán débiles somos y cuánto nos gusta sufrir, porque las aceras y contenedores deberían rebosar de aparatos de televisión, expatriados de los hogares por los urbanitas a quienes atormenta la conciencia del tiempo perdido mirándolos.
Del mismo modo que el pornoadicto hastiado y culpable ante sí mismo arroja a la basura sus revistas y vídeos cuando acaba de masturbarse, jurando que jamás las comprará de nuevo.
Pero no ocurre así, luego, o bien existe una mafia organizada que se dedica a recoger dichos aparatos nada más ser desterrados (opción que me inclino a rechazar, pues son muchas las noches y
amaneceres que he contemplado exiliado en las calles, y habría visto algo), o bien nos tragamos una y otra vez el sinsabor de nuestra culpa, pero no arrojamos ni de coña el Sony por la ventana porque
nos conocemos mejor de lo que decimos y sabemos que vale una pasta y que sin tele no se puede vivir, digamos lo que digamos.
Digamos lo que digamos.
Por eso, porque yo no me desprendo de mi querido aparato ni en mis más agónicos episodios de culpabilidad, me encontraba mirando un campeonato del mundo de atletismo; acontecimiento
extraordinario e histórico que, sin embargo, acontece todos los años.
Como siempre, los negros corrían más, saltaban más lejos y llegaban más alto que todos los demás humanos. No obstante, los demás atletas, a pesar de su carencia de melanina y de posibilidades,
seguían extenuándose no sé muy bien para qué. De acuerdo, yo tengo barriga, los pies planos, los brazos asténicos y pierdo miserablemente el tiempo viendo la televisión, pero los fracasados son ellos.
Por eso me encanta ver campeonatos del mundo de atletismo.
En la prueba de salto de longitud competían varios negros, un blanco europeo que deseaba ser negro, aunque fuera por unos segundos, y un saudita café con leche que anhelaba ser llevado al paraíso de las tres mil vírgenes de un salto.
La cosa estaba clara, los oscuros ganaban de largo, aunque se esforzaban denodadamente entre ellos por organizarse en el podio, puesto que no había medallas para todos. El europeo blanco sabía
que allí estaba de relleno, así que cumplía sin ganas pero con una sonrisa encantadora, quizá buscando para la próxima temporada un espónsor que lo librase del paro. El último fue el saudita, cuyo puesto
en el escalafón mundial de saltadores era ínfimo, y cuyo mejor salto en la vida, según se podía leer sobreimpresionado en la pantalla, era una minucia ridícula comparado con el que ya había conseguido
el peor de los negros aquel día, e incluso todavía por debajo de la mierda de marca del simpático europeo.
Sin embargo, aquel árabe, situado en el centro del universo atlético por primera (y seguramente última) vez en su vida, sabiéndose teletransportado a millones de hogares, sabiéndose en mi casa,
ante mis ojos de infiel, de descreído, de atormentado occidental, no quería desaprovechar la oportunidad que se le brindaba.
La oportunidad de Dios, que no la suya.
La ocasión perfecta para que Dios se manifestase ante todo el planeta, de que lo aupase entre sus dedos todopoderosos y lo llevase más allá de los ocho metros y cincuenta centímetros. Había llegado el momento de que Dios demostrase su poder. El saltador, el humilde atleta saudita, sería sólo el instrumento.
Todo eso contemplé nítidamente en su rostro transido mientras rezaba; una mirada al más allá puso fin a la oración. Entonces me di cuenta de que a pesar de mi escepticismo, y por tanto del escepticismo que atribuyo a cada ser humano aunque diga lo contrario (digamos lo que digamos), aquel hombre creía. Creía tanto que hasta me conmovió: yo también querría creer así. Él estaba dispuesto a realizar una proeza increíble, a desafiar de un salto la física, la genética y la teoría del entrenamiento; disciplinas
occidentales ciegas y sordas. Cuando le preguntasen en Al Jazzira cómo había logrado incrementar su marca personal en un metro o más, él diría la verdad con los ojos en blanco: Alá es grande.
Yo, atado a mis certezas racionalistas, sabía que era imposible, que fracasaría, que Dios no le iba a escuchar. Sin embargo, su fe me emocionó y deseé que tuviera razón en su insensata creencia de que
los límites los marca la divinidad y nosotros somos juguetes ciegos. Eso supondría ser libres. Libres del tiránico determinismo de los hechos, tan tercos ellos. La carrera hasta el listón donde baten los saltadores se hizo eterna; aunque no para él, que vivía ya el éxtasis de los creyentes y los mártires. Todos los musulmanes del mundo corrían con él, con él obtendrían justa satisfacción a sus demandas, con su triunfo todos triunfarían.
Cuando el saltador batió, todos saltaron con él.
Él era la Umma, y la Umma era él.
El caso es que cuando el atleta aterrizó, con esa explosión de arenas que, sin duda, le recordaría su desierto natal, todos contuvimos la respiración. Yo, en mi casa confortable, con mi cerveza en la
mano y mi mando a distancia, y también todos ellos, en sus casas, tiendas y jaimas, en sus campos de refugiados, sus prisiones, y mezquitas, en sus bases de entrenamiento, sus palacios marbellíes y sus
aviones secuestrados.
Al levantarse, percibí ira en su faz.
Una ira asombrada.
El salto había sido la mierda de costumbre; un saltito de pachanga escolar. Pero aunque estaba en su línea habitual de actuaciones contrastadas, el saltador rugía por sus ojos incendiados indignación y desconcierto.
Pero no podía sentirse decepcionado.
¡No se lo podía permitir!
Dios siempre tiene razón y no le había elegido. Había fracasado porque no era digno. Cualquier otra interpretación le llevaría al pecado, a la herejía, al anatema, a la traición.
Entonces me di cuenta.
Me di cuenta de que durante todos estos años de esfuerzo practicando una disciplina exótica en su Arabia natal, el saltador también estuvo perdiendo el tiempo, y ahora, sólo ahora, se enteraba de la verdad.
Y esa verdad irrefutable recorrió todo el planeta para engarzarnos con un mismo hilo. Recorrió continentes y océanos para hacernos saber lo que no queríamos saber ninguno de los dos.
Que él y yo éramos iguales.
Dos hombres mediocres, lacerados por la mala conciencia de perder el tiempo.
Yo ya lo había asumido, claro. Miles de años de cristianismo no pasan en balde.
Pero él no.
El pobre no quería entender que sus limitaciones físicas y de entrenamiento eran las únicas responsables de su fracaso, que él jamás saltaría ocho metros, que el salto de longitud siempre será una prueba amañada con el único fin de que los occidentales blancos la veamos por televisión para sentirnos culpables por perder el tiempo.
Y que precisamente por eso, Dios puede que exista, pero jamás se entrometerá en esas menudencias gimnásticas.

4/9/17

Plenitud.

Estoy corrigiendo un listado mientras escucho sin preocupación la insistencia del teléfono. Cansado doy una respiración profunda  y los pulmones se ensanchan. Y siguen creciendo, como si fuese a sumergirme en el agua por un buen rato. Me asusto. No es normal. Hacía tiempo que no tenía esa sensación de plenitud en el cuerpo. Hago dos o tres respiraciones profundas mas y sonrío al notar como el aire me recorre el cuerpo. Me noto mas ligero, mas completo, mejor.
Es entonces cuando caigo... Tecleo una direccion web. Meto el código y... ¡¡Sii!! Ahí está. 
Ha llegado la nómina. 
Por fin he cobrado.