Me enamoré de ella en Granada. ¡A primera vista! Era sensual, con un aire descuidado sin ser consciente de ser el centro de todas las miradas. O al menos de la mía que no podía quitarle el ojo de encima.
A Granada no hay que ir acompañado, pero eso aún no lo sabía y mi grupo tiró de mí dejándola en aquella sala con su aire ausente. Aún era lo suficientemente estúpido como para ruborizarme cuando me comentaron que me la iba a comer con los ojos y no reconocer que me había enamorado. Tan imbécil como para negarlo y abandonar el lugar y Granada con una sonrisa fingida. Negarla como San Pedro me dolió.
Tardé quince años en volver a Granada. Iba solo. Y otra mujer me esperaba. Pero aún faltaban varias horas para vernos y mis pasos me llevaron al lugar donde la vi por primera y única vez. Sabía que era imposible que sintiese aquella turbación después de tanto tiempo. Ni si quiera sabía si se encontraría allí pero comencé a aligerar, no me di cuenta de que casi corría hasta que un tipo me miró mal.
¡Y estaba allí! Hermosa, misteriosa, sensual, igual que como Acosta la pintó en 1939.