El viejo se acercó a la puta y empezó a mirarla. Sonreía al verle su melena rubia y fue bajando los ojos deteniéndose en sus pechos, después sus caderas, al llegar a los muslos su lengua le humedecía los labios resecos igual que un niño junto a una pastelería, esperando el dulce frente al escaparate. Su camiseta, dos tallas menos, se le ajustaba dejando ver una barriga hinchada que parecía prestada a su pequeño cuerpo. Allí se acumulaban lamparones de las últimas comidas. Como rayas de diseño sus dedos se le marcaban de un lado a otro. Llevaba un pantalón con un cinturón estrecho, unas zapatillas de paño, robadas probablemente del hospital o recogidas en algún cubo de basura.
- ¿Qué quieres abuelo? – le gritó la Rusa - ¿No ves que me espantas a la clientela?
La Rusa iba de un lado a otra en la acera, sin pisar unos límites imaginarios que estaban marcados antes de su llegada. El viejo la seguía, parecía querer pedirle algo. Se acercó las manos a la cara y se las restregaba frente a barbilla. En los laterales de su boca, como un gorrión pequeño, dos boqueras blancas se abrieron para decir:
- ¿Cuántovales? ¿Cuántovales?
La Rusa retrocedió, miraba al viejo como si lo viese, por primera vez. Vio como dirigía sus manos de la camiseta a la entrepierna, y de nuevo a la camiseta, después se restregaban el sudor de su cara, no se estaban quietas, iban a la oreja, después al pelo, a su boca, intentando disimular unas boqueras perennes.
En su misma acera, sus otras compañeras no le prestaban atención. Había llegado hacía poco tiempo y destacaba mucho. Llevaba el pelo rizado y rubio, de ahí su mote, y los conjuntos que vestía aún estaban de moda el año pasado, un top y una minifalda que solo a ella le quedaba bien. Su ombligo, con un sol tatuado, era la verdadera luz de la calle y sus piernas, marcadas, fuertes, infinitas, eran su gran baza. El lugar en el que se perdían las miradas de todos paseantes. Sujetadas por unos tacones finos que la hacían aún más alta. Unas piernas que la habían llevado a ser la niña mimada de Fernandito, el chulo que la observaba tras los cristales del bar.
- Anda y te pierdes viejo- le respondió la Rusa con una acento que desmentía su origen como extranjera.
Llevaba allí unas semanas, había seguido a Fernandito y se había dado cuenta de la importancia del dinero, pero ella no estaba allí solo por eso. Desde la acera, mirando al bar, intentaba llamar la atención haciendo aspavientos con la mano alzada.
- ¡Ya caeras puta!! ¡Ya caerás!! – le gritaba el viejo mientras seguía parado junto a ella.
Fue entonces cuando Fernandito dejo caer su sol y sombra en la barra y salió decidido hasta la otra acera. El chulo solo tenía pequeño el nombre y las entendederas, por lo demás gastaba un cuarenta y siete en unas botas que ya habían pisado algún que otro cuello, sus cerca de dos metros intimidaban desde lejos y su brazo podía pasar por la pierna de un futbolista. Fernandito cogió al viejo y antes de que nadie pudiese darse cuenta lo trasladó veinte metros sin siquiera hacer ruido. Con un ligero empujón en la espalda hizo que comenzase a andar. Como si ese hubiese sido el resorte que le hacía funcionar. Fernandito lo miraba mientras se alejaba y el viejo miraba como la Rusa entraba en un megane. En el coche, ya más tranquila, su cara era provocadora y lasciva, pero se mudo de pronto al pasar cerca del viejo y escuchar de nuevo:
- ¡Ya caerás puta! ¡Ya caerás!
Se giró, solo un segundo, para verlo avanzar, la mano en la entrepierna y la lengua mojando sus labios, a unos metros detrás de él, su seguro: Fernandito le sonreía.
Durante dos años fue la niña bonita de Fernandito. Pero a él se le acabó la suerte tres días después de partirle las piernas a un chico que, no contento con hostiar a una de sus putas, le hizo un corte en la cara. En esta vida, hasta el más cabrón tiene familia y este tenía mucha, así fue como entre unos pocos decidieron darle el pasaporte al Fernandito que no aguantó la paliza y se murió a los pocos días, no sin antes dejar el negocio en manos de su hermano, “El Gabri”, que si bien no era tan bestia como él si tenía más entendederas y amplió el negocio con unos trabelos y dos maricones, más del gusto del nuevo chulo.
La calle ya no era un paseo, ahora a la Rusa se le hacía cuesta arriba. Conoció a sus compañeras en noches en las que no aparecía un alma. Los viajes que seguía dando ya no eran tan continuos como antes, ahora tocaba esperar, aunque seguía siendo la más deseada a pesar otras dos putas, más jóvenes, que trajo “el Gabri”. Ninguna de ellas podía competir con “el niño”, un maricón muy guapo que “el Gabri” tenía para él. Ni siquiera pisaba la calle, se quedaba en el bar, con su chulo, tomándose un bitter detrás de otro.
A veces “el niño” se perdía con alguien que entraba al bar, alguien que jugaba con las llaves de un coche caro, que hablaba con “el Gabri” y le dejaba un sobre. Cuando volvía, “el niño” se pedía un bitter y le hacía carantoñas.
Después de un tiempo en que algunos le habían dado por muerto, el viejo volvió a acercarse a la acera. Los trabelos se reían de él y lo provocaban, mientras las putas miraban con recelo como iba acercándose cada día más.
A principios de invierno, cuando comenzaba a refrescar, el viejo llegó con una gabardina que parecía nueva. Se fue directo hasta las putas, las manos en los bolsillos dándole vueltas a algo que parecía pesarle. Se dirigió a la Rusa y le preguntó:
- ¿Cuánto vales?
- ¡Que me dejes viejo!- le gritó la Rusa dándole la espalda.
La escena se repetía. Desde la acera, haciendo aspavientos, intentaba llamar la atención de “el Gabri” que soltando la mano de “el niño” la miró despacio. Salió del bar dejando su carajillo en la mesa, y con paso rápido, como el que ha dejado algo pendiente y debe volver pronto, se acercó a la Rusa. Miró al viejo y después le preguntó a la puta:
- ¿Y a ti que te pasa?
- Este viejo que no me deja en paz.
- ¿Cuánto vales?- fue lo único que se le entendió al viejo mientras seguía moviendo los labios.
- Pero ¿tú tienes dinero? – le preguntó “el Gabri” mostrándole todo el asco con la mirada.
El viejo sacó la mano de la gabardina y le mostró una cartera de piel. La abrió, dejando a la vista el carné de algún incauto, de la billetera sacó doscientos euros que “el Gabri” se guardó rápidamente en un bolsillo.
- Llévatelo ahí atrás y le haces una paja – le dijo “el Gabri” señalándole el terraplen que bajaba al parque.
- ¿Qué....? – se sorprendió
- ¿Te lo tengo que repetir?- alzó la voz mientras le levantaba la mano.
La Rusa se volvió y fue bajando con cuidado por el parque, sus compañeras no se atrevían a hablar. Solo una mirada rápida para ver al viejo, con sus lamparones, sus boqueras y una gabardina nueva seguirla mientras se perdían entre los árboles.
El viejo, se veía ágil bajando hasta el parque y cuando la Rusa parecía resbalar hacía el amago de cogerla del brazo.
- ¡¡DEJAME!! – le gritaba.
Se paró en un claro, latas de cerveza y condones se distribuían por igual en el suelo. La Rusa volvió a mirar al viejo.
- Desabróchate y sácatela – le dijo mientras se acercaba.
- No, no. Yo quiero follar. – le dijo el viejo.
Volvió a meter la mano en la gabardina y miró de nuevo la cartera, entre las tarjetas, sacó un billete de quinientos euros.
- ¡Dámelo! – le gritó la Rusa.
- No, no. Yo quiero follar. – volvía a repetir el viejo mientras la miraba como el primer día, con la boca abierta, los labios humedecidos, la mano agarrando un billete mientras la otra iba de su entrepierna a la camiseta.
La cartera se había caído, se veía el carné de un chico guapo, parecía fuerte, como Fernandito. Cuando la Rusa se agachó para recoger la cartera el viejo se le tiró encima. En la mano llevaba aún el billete, mientras la Rusa sujetaba la cartera con la foto del joven. Parecía perdida, sus ojos iban de la mano que agarraba el billete a la foto de la cartera. Aquel tipo era clavado a Fernandito. Solo sintió como la penetraba el viejo, no se dio cuenta cuando le subió la falda, no notaba como la otra mano, la que ella no miraba le tocaba las tetas buscando bajo su top. Ella seguía mirando en una dirección, el billete, la foto. Solo se concedió un instante para pensar que quizá llovería, una gota en su cuello, mientras el viejo le volvía a embestir, una vez, otra, la saliva le caía por la boca abierta, la misma que podía ser una gota de lluvia. El billete, la foto, igual que Fernandito. Una y otra embestida, el billete, ¡va a llover!, la saliva en su cuello, el billete. La Rusa, entonces, dejó caer la foto, era bonita, también el billete. El viejo paró de embestirla, la mano se abrió cuando se corrió. El billete. Fue fugaz, lo vio caer, lo vio llegar al suelo y ella estaba preparada, era su billete, lo había ganado. El viejo seguía sobre ella, sin mirarlo lo apartó con la otra mano. Cayó de espaldas, bajo la gabardina nueva, jadeando, con la bragueta abierta mientras ella se levantaba rápidamente y se sacudía con la mano que tenía libre. En la otra tenía el billete de quinientos euros, recogió la cartera y miró la foto. Era Fernandito quien le devolvía la mirada, pero allí no había nada que ella quisiera. Sacó el carné, las tarjetas y volvió a subir por el terraplén haciendo equilibrios mientras el viejo seguía tirado junto a un árbol. Ella ya sabía que el dinero no es que fuese importante, es que era lo único.
PLENILNIO DE NOVIEMBRE
Hace 54 minutos
Esto pasa cuando tus lecturas se basan en Juan Madrid y Bukowski.
ResponderEliminarReal como la vida misma, oferta, demanda, dinero.
ResponderEliminarBuen relato.
Gracias Gilda. Más que nada por tener la paciencia de leerlo.
ResponderEliminarOstras, esto es largo y mi tiempo por la mañana es ínfimo. Puedo prometer y prometo que esta tarde lo leo con calma, que ahora me ponen falta en clase. Un saludo.
ResponderEliminarBubito, estás invitado a jugar a la lotería bloguera, si quieres.
ResponderEliminarPasa por mi blog:
http://tesadepaso.blogspot.com/2009/12/loteria-sin-calvo.html