El escritor empieza a teclear con prevención. Tiene que
escribir un cuento corto. Todo el mundo habla. últimamente,
de las virtudes de la narrativa corta, pero él. si pudiese
ser sincero, confesaría que detesta los cuentos en
general y los cortos en particular. A pesar de eso, para no
perder comba, se ha visto obligado a unirse a la oleada
de farsantes que fingen ser. Unos apasionados de la brevedad.
Por eso le aterra la ligereza con la que sus dedos
se desplazan por las teclas, de forma que tras una palabra
aparece otra v a esa le sigue otra, y otra, que acaban
por configurar una línea, tras la que se configura otra -iY
otra!- sin que consiga centrar el asunto, porque está
habituado a las distancias largas a veces necesita cien páginas
para empezar a intuir de qué va lo que escribe;
otras veces necesita cien páginas para empezar a intuir
y otras veces ni con doscientas lo consigue. Nunca
le ha pasado por la cabeza preocuparse por la extensión.
Cuanto más mejor: bendita sea cada nueva línea porque,
una tras otra, demuestran la grandeza de su obra, y por
eso -aunque, en el fondo, una, dos o cincuenta líneas no
añadan nada a la historia que cuenta- para nada las expurga.
En cambio, para escribir este cuento casi debería
coger la cinta métrica Y ponerse a medir. Es absurdo. Es
como pedirle a un maratoniano que corra los cien me-
tros con dignidad. En un cuento, cada nueva línea no es
una línea más sino una línea menos, y en este caso con_
creto una línea menos hasta la treinta, porque eso es lo
máximo: “Entre una y treinta líneas”, le ha dicho Ia voz
de terciopelo que le ha telefoneado del suplemento dominical del diario, pidiéndo el cuento. Muy a su pesar, el
escritor levanta los dedos de las teclas y cuenta las líneas que lleva escritas: veintitrés. Sólo le faltan siete hasta
la treinta. Pero. tras escribir esa consideración -y esta
otra- aún le faltan menos: seis. ¡por Diosl Es incapaz de
pensar algo y no teclearlo, con Io que cada cosa que
piensa se le come una nueva línea y eso hace que en la
línea veintiséis se de cuenta de que, a solo cuatro líneas
del final, no consigue centrar la historia, quizá porque de
hecho -hace tiempo que lo sospecha- no tiene nada que
decir y, aunque normalmente consigue disimularlo a base
de páginas y más páginas, este puto cuento corto le pone
en evidencia, motivo por el que, cuando llega a la línea
veintinueve suspira y, con una sensación de fracaso no
del todo justificada, pone el punto final en la treinta.
Quim Monzó
Me encanta este micro y lo he vuelto a encontrar por ahí. Tocaba publicarlo de nuevo.
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