8/7/12

Opciones.

   Desde pequeño Carlos había sido una de las promesas del barrio. Después de haber salido airoso de una adolescencia rebelde, como todos los chicos de la zona, decidió seguir estudiando. Durante cuatro años estuvo alejado de casa, y si bien sus notas no eran especiales, tampoco fueron tan malas como para pensar en olvidar la licenciatura y ponerse a trabajar con su padre. La tienda es la última opción, decía. Entre sus planes se encontraba una empresa con los compañeros para poner en marcha lo que habían aprendido, aunque la mayoría de las ideas no pasaban de varias charlas delante de una barra y difícilmente llegaban más allá del siguiente mes.
   
   Cuando acabaron sus estudios regresó al barrio. La convivencia con su padres, volver a costumbres olvidadas durante los años de estudio hizo que comenzara a frecuentar las amistades de su etapa adolescente. Los planes y las buenas intenciones que había ido organizando mientras se encontraba en la facultad dejaron de tener preferencia. Pensó en dar clase en alguna academia o a algún conocido, mientras enviaba curriculums a algunas empresas que le atraían, pero la idea, al igual que las ganas con las que había salido fue desapareciendo. Sin darse cuenta derrochaba el tiempo en salidas y charlas. Algunas empresas le habían contestado a su petición de empleo, pero la mayoría no se habían tomado la molestia. Después de unos meses sin ninguna expectativa de trabajo no le quedó más remedio que hacer caso a su padre.
- Solo por unos meses, Carlos.- le decía – Hasta que encuentres algo.

   Para él, empezar, era rechazar cualquier esperanza, y, aunque indeciso, comenzó a trabajar en la tienda. Poco tiempo después se le empezó a notar otra aptitud. Pasaba horas detrás del mostrador mirando el barrio. Recordaba como de niño había estado jugando en la plaza, las peleas con los chicos de la calle de al laso, los partidos de fútbol terminados a golpe de voz por las madres, las pintadas obscenas en las paredes blancas, las bromas a los vecinos. Algunas rencillas, quedaban aún pendientes. ç
  
   Esa rabia de adolescente le llegaba ahora cada vez que veía a una mujer, era una de los vagabundos que pululaban por el barrio. Tenía andares de anciana, y caminaba despacio, avanzando un poco cada vez. Tiraba de un cochecito de bebé lleno de restos que encontraba en los contenedores. Vestía un abrigo cochambroso, de un color indeterminado que no dejaba entrever alguna tonalidad pasada. Una gorra azul, de una constructora le encajaba en la cabeza dejando asomar un pelo gris y melenudo, muy sucio. Unas zapatillas de paño, con unos calcetines de lana, era lo poco que se le distinguía además del abrigo. Unas zapatillas que a él se le antojaban iguales que las que regaló a su padre, hacía de eso varios años, si no eran precisamente aquellas. No entendía como habían ido a parar a los pies de aquella vieja. Cuando pasaba por la plaza, Carlos, parapetado detrás del mostrador, se detenía y la seguía con la mirada. De vez en cuando se paraba y recogía algún trasto que colocaba primorosamente dentro del cochecito de bebe. Allí había de todo, latón y algunos trozos de hierro, una manta raída de un tono verdoso, varios cartones y a veces alguna revista que ella ojeaba curiosa mirando las fotos y señalándolas como se señala un álbum de fotos, recordando a conocidos y familiares.

   - La pobre, lo paso muy mal cuando murió su hija y no se ha recuperado.- Su padre le devolvía a la realidad, en la tienda, cuando él se quedaba mirándola olvidándose del trabajo.

   Carlos lo miraba y asentía con condescendencia, pero no entendía como esa vieja le daba lastima. No sabía si le daba más coraje la vieja aquella o ver como su padre se compadecía de ella. El no sentía nada, si acaso asco por ver como iba enrareciendo el buen ambiente que había antes en el barrio.

   Recordaba las palabras de su padre y se le quedaban dando vueltas “lo pasó muy mal”, pero él no quería comprender, le daba vueltas a su situación y hacía comparaciones que solo justificaba su cabeza. “También yo lo he pasado mal y no voy pregonando mis miserias por el barrio”, la falta de trabajo, los problemas que encontraba para irse de casa, cualquier cosa le valía para defender su postura. Después se inculpaba por haber perdido el tiempo en la facultad, mientras los demás empezaban a trabajar y algunos de sus amigos ya tenían una familia. “Puta facultad” se decía, la mayoría de los problemas los daba el tener a tanta gente disponible, con una miseria de sueldos, y trabajando doce horas, esos habían sido los cabrones que conseguían que gente como él estuvieran buscando un trabajo que nunca llegaba.

   Durante varias semanas había visto como en el barrio habían ido apareciendo más mendigos y algunos yonkis que iban de un lado a otro pidiendo dinero a todo el mundo. La vieja tenía por costumbre deambular cerca de la taberna del Vero y siempre se la encontraba cuando salía de copas con los amigos. El sábado después de ir a comprar tabaco, la taberna era la mejor posibilidad entre todas para pasar la tarde. Aunque no fue hasta bien entrada la noche cuando Carlos salió de allí. Con un andar trastabillado, iba acercándose hasta el coche. Abrió y se acomodó en el asiento, no quiso arrancarlo hasta serenarse un poco, puso la radio y vio como en el banco, frente a él la vieja entraba con su carrito. A Carlos le costaba mantener los ojos abiertos y vio como una pareja abrían la puerta del cajero y se sobresaltaban. Sin llegar a entrar volvieron a cerrar la puerta y se marcharon de allí.

   Carlos salió del coche y se acercó, desde la puerta de cristal veía como la vieja estaba acurrucada en una esquina, buscó en su cartera y sacando una tarjeta de crédito la introdujo en la cerradura electrónica para abrir la puerta. El lector no emitió ningún sonido, la puerta llevaba años estropeada. Entró.
La vieja se removió en su rincón y Carlos se acercó al cajero para pedir dinero. No pudo reprimir un puntapié al ver que se lo negaban, el recibo aparecía en números rojos. Al darse la vuelta se acercó a la esquina donde se encontraba la vieja y con la suela del zapato desplazó uno de los cartones que usaba como colchón. Un lamento salió quejumbroso desde el suelo, no se volvió. Abrió la puerta y se dirigió al maletero del coche. La lata de aceite que guardaba su padre en el maletero seguía estando allí. La cogió y siguió buscando entre las cosas del maletero hasta que encontró una llave inglesa. Se dirigió al cajero otra vez, la puerta se abrió al golpearla con el pie. La vieja se escabulló en su rincón. Al verlo entrar volvió a emitir un quejido lastimero y Carlos soltando la lata a su lado se acercó a ella preguntándole:
   - ¿Qué dices, vieja?- le gritaba mientras con la mano derecha sujetaba la llave.- ¿QUÉ, QUE DICES?- le volvía a gritar.

   La vieja no hablaba, se había quedado petrificada mirando la llave inglesa de Carlos. Y este al darse cuenta del poder de atracción que ejercía en ella le descargó un golpe en el costado. La vieja se dolió del golpe y soltó un chillido agudo, de ave nocturna, un grito lastimero que dejaba entrever toda su indefensión. Carlos le golpeo a hora en la cara, lo hizo tres o cuatro veces seguidas. La llave inglesa había salido disparada en el primer golpe y se encontraba en el suelo. Sus uñas se le clavaban en la palma mientras golpeaba a la vieja. Esta no dejaba de gritar y él la agarró del pelo y zarandeándola la obligo a callarse apretándole en los carrillos con la mano libre. La boca reflejaba su miedo con una gran “O” que formaban sus labios. De su cara sucia salían unas lagrimas que se iban desvaneciendo en las heridas manchando de rojo su abrigo incoloro. Cuando consiguió tenerla un momento en silencio Carlos le tiró del pelo y la golpeo en la pared dejando una mancha encarnada donde algunos cabellos se quedaron pegados. La vieja se desplomó junto a su manta mientras Carlos se dirigía al cochecito de bebe y sacaba de él todas las porquerías que había acumulado en los últimos días. Las revistas, los cartones, fue arrojándolo todo junto la vieja formando alrededor de ella una pira. Recogió la lata de aceite que había dejado de lado y comenzó a esparcirlo junto a las revistas, el abrigó se llevo un buen chorreón junto las zapatillas de paño y los calcetines. Todos los cartones estaban empapados y solo cuando el líquido le llegó a la cara se movió un poco. Carlos encendió su mechero y abriendo la puerta le prendió fuego a un cartón. Las llamas se extendieron rápidas mientras él salía del cajero y sujetaba la puerta. La vieja se asustó al ver como su ropa comenzaba a arder. Los zapatillas de paño y el abrigo comenzaron a proporcionarle el calor que había buscado en el cajero, pero era un calor que abrasaba, era tanto el tiempo que había estado pegado a su piel que no encontraba la manera de quitárselo. Carlos desde el otro lado de la puerta veía como la vieja se afanaba en desprenderse de la ropa. Una arcada le subió hasta la garganta en el momento en que la vieja se desprendía del abrigo, los pies intentaban, en un baile absurdo, deshacerse del fuego que le abrasaba las pantorrillas. Tras la puerta Carlos veía como se deshacía de toda su ropa y la iba tirando al montón que había acumulado él. Desde la acera mantenía atrancada la puerta convirtiendo en un infierno el cajero de la sucursal. El humo empezaba a llenarlo todo y la vieja aferrada al otro lado de la puerta iba dejándose llevar por un sueño que la anestesiaba del dolor de las quemaduras. Desde el exterior, Carlos, veía como la cara arrugada y maltrecha de aquella vieja, dejaba la agonía del dolor y se iba dulcificando relajando sus facciones, casi una sonrisa que le dedicaba a él. Se desplomó en la apertura de la puerta sin dejar que nadie pudiese entrar a no ser que la recogiesen antes o más bien que la echasen a un lado con la mismo puerta y saltasen por encima.
Carlos, al ver que no se movía se dirigió al coche, bajo las ventanillas para encenderse un cigarro. No encontraba su mechero y estuvo un rato esperando que se calentara el encendedor del coche. Cuando comenzaba a disfrutar de la primera calada una sirena oía desde el principio de la calle. Los bomberos entraban a sofocar el fuego. Unas luces azules los seguían de cerca. Las mismas que se detuvieron a su lado.

   Un policía le apuntaba con la pistola y Carlos salió del coche, mecánicamente se dirigió al capó que era donde le señalaban. El policía le separó las piernas y sujetándolo por las muñecas le obligó a juntarlas en la espalda. Mantenía los ojos abiertos, muy abiertos, había descubierto que cada vez que los cerraba solo veía a la vieja, pegada al cristal, desnuda, gritando, con un grito agudo, como de ave nocturna

8 comentarios:

  1. Joder, bubo, qué mal rollito me ha dado...pensaba que en el último momento se iba a dar cuenta de que la conocía.

    1besico!

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    1. Es un relato de hace tiempo. Y es que ha a veces salen cosas como esta. El próximo te lo pongo en plan comedia.

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  2. Uff,por desgracia es real como la vida misma...Atroz.Para cuándo algo de misterio?

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  3. Uff,por desgracia real como la vida misma,atroz.Para cuándo uno de misterio????

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    1. No me tira mucho el misterio. Pero se hará lo que se pueda. Quizá eso es lo que necesito. Cambiar el registro.

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  4. Mira no se publicaba...conque leas uno,va bien!

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  5. yo me tuve que conformar con quedarme con el chiringuito de mis padres, a veces le prendería fuego, pero joder!!! con ningún cliente dentro.....
    ya Carlos no podrá volver a dormir nunca más sin ver la cara de la pobre viejita.....

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    1. De ahí el título, que no me gusta, opciones. Cada uno puede elegir y dentro de esas elecciones siguen muchas más. Unos van por un camino otros por otro. Creo que cualquiera es bueno, siempre que tú lo creas bueno y no jodas a nadie.

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