17/8/17

El préstamo (II)


En el salón de la casa se escuchaban los gritos igual que si estuviese
en la biblioteca que es de donde proceden. Anita está sentada
en un sillón, con las piernas recogidas en el pecho. Su cara está roja.
El tortazo de su padre aún le late en la mejilla.
- LA MATO, ANTES LA MATO.- Don Serafín vuelve a gritar.
Doña Esperanza, su esposa, intenta calmarlo. Cuando considera
que es inútil, sale de la biblioteca y señalando las escaleras le pide a
su hija que se suba a la habitación. Anita se levanta y se dirige donde
está su madre, quiere abrazarla, pero la visión del padre al acercarse
a la puerta de la biblioteca, hace que se detenga. Sollozando se da la
vuelta y sube.
Doña Esperanza se dirige a la cocina, una de las sirvientas, al
verla, agacha la cabeza.
- Prepara una tila para niña- le pide a la sirvienta, que parece
relajarse al tener algo que hacer.
Cuando termina la pone en una bandeja, hace ademán de ir a
subírsela pero la señora la para. Le recoge la infusión y se dirige a la
habitación de su hija. Abre la puerta con sigilo. Anita no la ve entrar,
tumbada en su cama, llorando, no distingue nada, se sobresalta cuando
ve una mano que se acerca. Doña Esperanza se sienta con ella y
sin hablar la coge en su regazo e intenta calmarla.
- Mamá, yo le quiero. – le dice Anita.
- No te preocupes. Si tú lo quieres, tu padre, lo comprenderá.
Mejor o peor, pero al final verás como lo entiende.
La plaza está llena de charcos. Anochece pronto en esta época
del año, refresca. Paco pregunta al limpiabotas de la esquina y éste le
señala un callejón. Es la dirección que le ha enviado Don Serafín. Una
casa escondida tras un zaguán. Llama a la puerta. Al abrir, la poca luz
que se distingue detrás, marca una silueta de mujer. Una mano en la
puerta y la otra en las caderas, las piernas se muestran tras una bata
que se transparenta.
- Eres Paco ¿no? – le pregunta la mujer.
Paco asiente. Había soñado alguna vez con encontrarse con una
mujer así, con deslumbrarla, con hacerla suya, con pasar una noche
en la cama y si Dios o el diablo quería, que fuera para toda la vida.
Cuando se da cuenta que no la va a asombrar con su voz, intenta
explicarse. Tarde.
- Pasa, Don Serafín te espera.
Le franquea la puerta y la bata se abre dejando ver un cuerpo
escultural. El mejor adorno de un piso que no tiene ningún libro en
las estanterías, un piso del que Don Serafín es pagador para uso de
sus correrías, o como en este caso, para que su última amante viva
en él.
- ¡Carmela vístete! – la voz de Don Serafín se oye desde el sillón.
Autoritaria-
Carmela, la mujer que ha recibido a Paco, sale por donde ha entrado,
dejando detrás de ella un perfume que revaloriza la estancia.
- Bueno Paco, siéntate – Don Serafín desde el sillón le indica
donde debe sentarse.- ¿Sabrás a que vienes? ¿No?
Paco se sienta delante de Don Serafín, el humo le nubla la vista,
mirándolo asiente.
- El caso es que tengo un moscardón detrás de la oreja y no hay
manera de quitármelo. Además no solo me está molestando a mí, ha
picado a mi hija. Intenté darle un poco de azúcar, pero ni cinco mil
duros le han hecho levantar el vuelo. Así que te he llamado para que
hagas de matamoscas. Esos cinco mil duros son tuyos si me lo quitas
de la vista. Además de zanjar el préstamo.
- ¿Y quién es ese moscardón? – le preguntó Paco siguiéndole el
juego.
En la mesa, con algo de ceniza sobre él, Don Serafín recoge un
sobre marrón que le alarga a Paco. Dentro se encuentra unas fotos, en
ellas un chico joven, guapo, con poco más de veinte años. Detrás tres
direcciones, una, la de su casa, otra, la de la taberna donde puede encontrarlo
por las noches y la última, el local donde trabaja. Durante
unos minutos Paco ojea las fotografías. No pregunta, y tampoco nadie
le va a dar explicaciones. Se levanta y mirando a Don Serafín que ya
ha dado por concluida toda la conversación, sale del salón.
Carmen, desde el pasillo, ve como se acerca. Paco se recrea en la
figura que parece de nuevo buscar el contraluz para marcar unas caderas
que de seguir allí, desafiantes van a llevarlo a la perdición. Ella
le abre la puerta y le susurra un adiós en el oído. Desde el salón, la
voz de Don Serafín, vuelve a sonar seca llamándola. Paco pasándole
la mano por la cintura, recoge el pomo y cierra.
Desde que salió de Madrid, su Astra no lo ha abandonado. La
pistola hace que Paco esté incómodo. Ha perdido el roce que antes
le hacía sentirse tan seguro. Visita las direcciones que le ha dado
don Serafín, va a ser difícil que en la taberna ocurra nada. Suele estar
concurrida, allí todo el mundo conoce al tal Fernandito, se ve un
chico cabal, alguien que sabe lo que quiere y no va a asustarse para
conseguirlo. No le extraña que quieran matarlo. Cuando sale de la
taberna, Paco lo sigue, a él y a tres personas que le acompañan. Tampoco
su casa le parece adecuada a Paco para mandarlo al otro barrio,
es una casa de vecinos. Entrar sin que le vean le va a costar tanto o
más que salir. No se ve con aplomo para intentar una acción rápida,
ni por el dinero que le ofrece, ni por recordar viejos tiempos. Su vida,
aunque otros piensen que no, ha girado más de lo que quisiera. La
noche se le echa encima, y no puede hacer otra cosa que pasear por la
acera. Este niño tiene que salir, piensa. A su edad, solo se quedan en
casa las solteronas. Y a veces ni esas. La luz de su casa se apaga, Paco
se prepara para seguir de nuevo a Fernandito, ahora no hay nadie en
la calle, de hoy no pasa.
Cinco minutos y no aparece nadie en la puerta, quince y han
entrado dos vecinos pero el niño sigue sin asomar. Solo, cuando después
de otros quince minutos, ve pasar de nuevo a uno de los vecinos
de antes se da cuenta que existe otra salida. Fernandito ha volado,
mejor dejarlo para mañana. Va conociendo el pueblo, y en lugar de
dirigirse directo hasta su pensión, se demora por otra calle, la calle de
Carmela. Mira la ventana, su luz está encendida. Se detiene enfrente,
vuelve a notar el peso de la pistola. La toca con dos dedos, suave,
como la cintura de Carmela. Entra en el zaguán y llama.

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